¿Quién ha sido el sabio más grande de todos los tiempos? Es una pregunta que probablemente no tenga una respuesta clara. Especialmente a partir de los años de la Revolución Científica y de la Ilustración, en los que deja de haber figuras singulares de grandes cerebros que abarcaban todo el conocimiento de su era y empiezan a surgir los científicos especializados en una materia, tal y como los conocemos en la actualidad.
Cada época ha producido grandes talentos que, con los medios al alcance de cada país y de cada tiempo, han elevado el listón del progreso. Como hemos visto en las entregas anteriores, si un sabio aparece en una época en la que el contexto político y el apoyo de la sociedad favorezcan la investigación, encontrará gran parte del camino ya explanado. Si estos factores operan en contra de la ciencia, el sabio queda enterrado en el olvido, o emigra para hacer progresar a otras sociedades. Por eso es muy difícil establecer quien es el sabio mas grande de todos los tiempos. Albert Einstein o Stephen Hawking (al que por alguna extraña razón muchos españoles apellidaban “Hawkins”) sabían mucho más, cuantitativamente, de Física, que Nicolás Copérnico. Pero hay que tener en cuenta que Einstein vivió en una era en la que tenía acceso a medios técnicos mucho más evolucionados. Incluso en el transcurso de un siglo (el XX) las diferencias tecnológicas entre el mundo en el que se crió Einstein y el que vio crecer a Hawking eran tremendas. Por eso, si pensamos de manera cualitativa, el talento de Copérnico o el de Galileo no quedan empequeñecidos con el tiempo, sino que permanecen como grandes puntos de referencia. Teniendo en cuenta las limitaciones científicas y técnicas con las que contaban en sus tiempos, fueron tan imprescindibles como Einstein o como Hawking.
¿Cuál es el libro más importante jamás escrito? Es otra pregunta que por ello también es casi imposible de responder. ¿Deben contarse las obras científicas, las artísticas o las que cuentan con ambos elementos? Los creyentes de las diferentes religiones argumentarán en seguida que el libro más importante de todos los tiempos es la compilación de textos sagrados de sus dioses. Para las obras literarias las reivindicaciones serán casi infinitas, dependiendo de subjetividades estéticas o localistas. Durante mucho tiempo abundaron en España personas que creían que el libro más importante de todos (a menudo disputando el puesto a la Biblia) era el Quijote, debido al deseo de algunos académicos de establecerlo como un “estándar” de la lengua española, y de algunos ideólogos de la generación del 98 de dotar de sustrato cultural a un nuevo nacionalismo regeneracionista. Ésta excesiva adoración al Ingenioso Hidalgo, lejos de beneficiarle, ha sido quizá contraproducente, entre otras personas para el propio Miguel de Cervantes, pues la fama del Quijote ha eclipsado a otras de sus novelas, muy destacables. Pocos escolares han leído, por ejemplo, Los trabajos de Persiles y Sigismunda. En España ha sido obligatoria la lectura del Quijote en la escuelas durante mucho tiempo, unas veces por deseo sincero de incrementar la lectura en los más jóvenes, otras veces por imponerles una especie de Corán laico que memorizar dentro del nacionalismo arriba citado, otras veces por mantenerlos ocupados en algo, en esos aparcamientos de gente en los que por desgracia se han convertido buena parte de nuestros “centros educativos”. Debido a esa obligatoriedad, muchas personas responderán inmediatamente “Don Quijote de la Mancha” cuando se les haga la pregunta que encabeza éste párrafo. Pero si hacemos esa pregunta en Japón, en una de las dos Coreas, en Israel o en un país del ámbito angloparlante, obtendremos respuestas muy diferentes. Habrá gentes de esos países que admiren la obra de Cervantes, pero serán de ambientes intelectuales muy selectos y muy reducidos (los que por eso se asoman a escrutar la literatura de allende sus fronteras). Españoles que hayan leído a Shakespeare hay bastantes, pero por ejemplo, los que conocen la obra de Faulkner son menos, y si conocen a Hemingway lo han hecho por los años en que la biografía y bibliografía del personaje se entrecruzaron con la historia de España. Si nos ponemos a hablar de literatos o intelectuales japoneses, coreanos o eslovacos, veremos que por desgracia sabemos poquísimo de quiénes son o han sido.
Por ello son pocos los libros cuya importancia trasciende realmente por encima de todas las fronteras territoriales, ideológicas y culturales, y que constituyen hitos representativos de los miles de millones de personas que componen la población del planeta Tierra. Uno de ellos, que si no es “el libro más importante jamás escrito” sí se aproxima bastante a tal idea, son los Principios Matemáticos de la Filosofía Natural, de Isaac Newton. Esta obra científica fue publicada en el año 1687 y combinó los logros de los escrutadores anteriores del Cosmos (Kepler y Galileo) con la nueva herramienta matemática del cálculo diferencial. Ahí puede decirse que hay un “antes” y un “después” en la manera de entender el mundo y el Sistema Solar. Dio argumentos científicos tan irrefutables a las cosmovisiones innovadoras, que la teórica superioridad intelectual del “mundo clásico” quedó superada, y -al menos en Inglaterra y en sus colonias- Aristóteles pasó a estudiarse como un gran filósofo, pero como un científico ya superado. El mundo angloparlante -y la Europa del norte, por extensión- ya no disponía solamente del saber práctico y aplicado para construir barcos y explorar territorios, sino que se había sacudido el complejo de inferioridad cultural y tenía a su servicio una floreciente base teórica de ciencia pura.
El lector español tiene a su disposición dos libros curiosos con los que entender las implicaciones geopolíticas que tuvieron estos nuevos conocimientos a la hora del desarrollo de unos países y el atraso de otros. Uno es el tomo 13 de la Nueva Historia de España, publicada en 1973 por la editorial EDAF, en la que participaron destacados docentes de las dos universidades madrileñas de la época (La Complutense y la Autónoma) como Santos Madrazo e Isabel Redondo Castro. El tomo 13 en concreto se titula Carlos III y fin del Antiguo Régimen y su tercer capítulo nos cuenta las luchas culturales del siglo XVIII entre los partidarios de introducir las innovaciones científicas del XVII en nuestro país (el Estado, las Sociedades Económicas de Amigos del País) y diversos lobbies defensores a machamartillo del modelo aristotélico (principalmente religiosos, aunque en el seno de la Iglesia Católica hubo una excepción notable en Fray Benito Jerónimo Feijoo, benedictino gallego que desarrolló su labor en Asturias y que combatió enormemente tanto las supersticiones milagreras de nuestro Barroco como las inercias anticientíficas). En segundo lugar tenemos las Cartas de España de José María Blanco White, aparecidas en 1822 en lengua inglesa y no traducidas hasta mucho tiempo después (Blanco White fue uno de los escasos españoles de entonces que adoptaron el cristianismo reformado, una de las razones que le llevaron al exilio). Algunas de las cartas de Blanco White nos permiten ver una especie de “paisaje después de la batalla” de las luchas culturales explicadas en el libro anterior, con especial detalle de los mecanismos de endogamia que habían utilizado los grupos de presión inmovilistas para perpetuar la cosmovisión aristotélica, y de paso perpetuarse ellos mismos en los puestos de dirección de las universidades.
Isaac Newton no solamente tuvo la suerte de que la Naturaleza le dotara de un cerebro privilegiado, sino de que las instituciones de su país se adaptaran a los tiempos y confiaran en personas como él. La corona le otorgó un título de caballero y a su muerte en 1727 fue enterrado con honores en la Abadía de Westminster.
Aparte de su libro de 1687 hay que destacar en la obra de Newton los primeros telescopios reflectores (basados en espejos, como muchos de los actuales, y no sólo en lentes como los de Galileo)
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