Aunque el primer satélite artificial de 1957 y el viaje a la Luna de 1969 fueron posibles gracias a los enormes desarrollos tecnológicos de la Segunda Guerra Mundial y de la posguerra, no se puede entender su materialización sin los cambios de mentalidades producidos en el mundo occidental desde el siglo XVI al XX.
En estas cuatro centurias se suceden cuatro fases de evolución del pensamiento, a saber: Renacimiento, Revolución Científica, Ilustración y Revolución Industrial. Con ellas, la Humanidad no solamente aprendió a construir máquinas prodigiosas, sino que cambió su propia manera de entender el planeta sobre el que vive y los mundos que lo rodean.
Los grandes progresos de la historia terrestre derivan de la capacidad de entendimiento entre los técnicos y los políticos. Cuando las gentes de ciencia desarrollan ideas, pero no cuentan con gobernantes que les hagan gran caso, el progreso se estanca, y los cerebros emigran a otras tierras donde puedan ponerlas en práctica. Cuando los gobernantes comprenden la necesidad de los avances científicos y técnicos, los países avanzan, y se producen escenarios donde se benefician los técnicos, los políticos y la gran mayoría de ciudadanos. Un político es una persona que recibe enormes presiones desde muchos grupos e intereses -no siempre compatibles entre sí- y se le exige que solucione problemas a corto plazo (cuatro u ocho años en la mayoría de naciones civilizadas). Un científico trabaja a veces en proyectos que le ocupan toda su vida, e incluso hay batallas del conocimiento que tardan siglos en ser ganadas, como la lucha contra algunas enfermedades o la determinación exacta de dónde nacía el río Nilo, que fue un quebradero de cabeza para los geógrafos desde la época de los romanos hasta el siglo XIX.
Cuando las carambolas de la Historia hacen que se pongan de acuerdo el técnico y el político, éste último toma decisiones a sabiendas de que al principio pueden no ser entendidas, o que no van a gozar de excesiva popularidad (por ejemplo, a causa de la endogamia de sectores académicos, la acción de lobbies religiosos e ideológicos, la propaganda de políticos rivales o los períodos de gran incultura de las masas). Ni siquiera van a suponerle réditos a nivel de alianzas o de votos, porque los beneficios del proyecto que plantea sembrar el científico pueden cosecharse en el mandato de varios reyes o presidentes más tarde. Pero el tiempo, que al final pone a todo el mundo en su sitio, acaba recompensando a las naciones cuyos dirigentes toman éstas decisiones a largo plazo y demuestran tener altura de miras. Una España que todavía estaba a medio montar, y donde Castilla no estaba soldada del todo con Aragón, y mucho menos con Navarra, confió en 1492 en un tal Colón para hacer un viaje que habían rechazado otras cortes europeas. Gracias a eso, España obtuvo un poder político y territorial inmenso y durante el siglo XVI constituyó la primera potencia de su tiempo. En el siglo XIX ese puesto de liderazgo de la geopolítica pasó a desempeñarlo la Gran Bretaña a raíz de otra colaboración providencial entre los pensadores y los dirigentes: el imperio transoceánico de la reina Victoria no habría podido ser tal sin la aparición previa del barco de vapor, del ferrocarril y del telégrafo eléctrico, y el que en 1969 hubiese un tal Armstrong que plantara la bandera estadounidense sobre la Luna fue una hazaña conjunta de técnicos como Wernher von Braun y sus discipulos, y de políticos como John Fitzgerald Kennedy y especialmente de Lyndon Baines Johnson.
Los reyes de España pudieron haber desechado la idea de Colón, y buscar la expansión de su país por el norte de África (del que se conocía su geografía desde mucho antes de que fuese invadido por los musulmanes) en vez de por unos nuevos países de los que no se sabía nada y donde había que montar todo desde cero. Por ahí iban los planes durante buena parte del reinado de Isabel de Castilla, y no fueron abandonados del todo, pues la ciudad de Orán -ahora argelina- permaneció bajo soberanía española hasta el siglo XVIII.
Quedémonos con un nombre: Uraniborg, lugar del que hablaremos en la próxima entrega y que simbolizó otro de esos maridajes prósperos entre el poder político y el poder cultural.
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