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50 años del viaje del Apolo 11 (VI): Primeros grandes teóricos (y prácticos) de la astronáutica

«El sueño de ayer es la esperanza de hoy y la realidad de mañana»

(del discurso de graduación en el instituto de R. Goddard, en 1904)


El cañón imaginado por Julio Verne era inviable para vuelos tripulados, y los tres ocupantes del proyectil habrían sido aplastados por la brutal aceleración en cuestión de décimas de segundo. Aun así, la idea fue recurrente en varios relatos de ficción, e incluso en 1936 fue resucitada en la película «La Vida Futura» basada en textos de H. G . Wells. Para lanzar a las alturas cargas no tripuladas, hay que mencionar un cañón empleado por los alemanes en la Primera Guerra Mundial para bombardear París desde un centenar de kilómetros de distancia.

Una ilustración para la novela de Verne «De la Tierra a la Luna», realizada por Henri de Montaut. 1868.
Fuente: Wikipedia

 

Los proyectiles del cañón de París de 1918 tenían una utilidad más psicológica que militar, pues eran muy pequeños en comparación con los de otras piezas de artillería o con las bombas lanzadas por la naciente aviación, pero aparte de servir para atemorizar a los franceses hay que mencionarlos como los primeros objetos de fabricación humana que se acercaron a altitudes del orden de los 42 kilómetros, superando con mucho las marcas logradas hasta entonces por los globos-sonda.

Hasta una fecha relativamente reciente como 1991 hay que recordar cañones de largo alcance que tuvo en estado de proyecto o de prototipos el ejército de Irak, durante la dictadura de Saddam Hussein. Para usos no militares, desde la década de 1970 se ha barajado también la idea de construir módulos prefabricados de hormigón en la Luna y ponerlos en órbita con cañones para ensamblar estaciones espaciales, si bien éstos cañones ya no funcionarían con cargas explosivas sino que se asemejarían más bien a una especie de monorrail electromagnético.

A partir de la última década del siglo XIX se empiezan a sentar las bases teóricas del cohete de combustible líquido que en última instancia sería el vehículo que haría factible la exploración del Espacio en cosa de medio siglo. En Kaluga, Rusia, nace en 1857 Konstantin Eduardovich Tsiolkovski, que llega a vivir hasta 1935, es decir, desde la época de las novelas de Verne hasta que ya están volando algunos prototipos de cohetes similares a los que describió en su tratado de 1903 «Exploración del espacio interplanetario mediante aparatos a reacción». Una obra totalmente profética, máxime teniendo en cuenta que surgió de un maestro de escuela autodidacta y en un país, la Rusia zarista, bastante apartado por entonces de los grandes polos científicos e industriales del mundo.

Se intuyen los potenciales de los cohetes de combustible líquido para construir verdaderos vehículos, no cargas pasivas como las balas de un cañón o los cohetes militares de combustible sólido al estilo Congreve, que una vez encendidos no pueden pararse. En un cohete de combustible líquido hay dos depósitos, el del propio combustible y el del comburente (oxígeno) a los que puede añadirse nitrógeno u otro gas como presionizante, y si el vehículo es lo suficientemente grande para albergar un piloto humano, éste puede acelerar o parar el motor de igual manera que el capitán de un barco o el maquinista de un tren ordenan pasar más vapor o más electricidad. Un cohete de los que se empiezan a intuir en los años 20 del siglo XX se asemeja a un soplete, sólo que en vez de mezclar oxígeno con acetileno para generar temperatura, mezclamos oxígeno con hidrógeno u otros combustibles y generamos empuje.

La sociedad de entreguerras es un hormiguero de actividad cultural, y también científica. En algunos países la idea del cohete espacial la desarrollan investigadores aislados, y en otros, grupos de ingenieros que en principio tienen intereses relacionados con el mundo civil pero que a largo plazo van siendo captados por los ejércitos. La Primera Guerra Mundial se ha cerrado en falso, y desde el mismo momento en que termina hay gente que empieza a planificar la Segunda, donde a los cohetes se les augura gran porvenir como armas ofensivas.

Entre los pensadores aislados hay que destacar a Robert H. Goddard, físico de la universidad estadounidense de Clark, en Massachussets, que vivió entre 1882 y 1945. En 1914 redactó una patente de un cohete multietapa, en 1917 ideó una especie de bazooka que podría haberse empleado en la Gran Guerra si los militares le hubiesen hecho caso, y hay otras dos patentes suyas, las registradas con los números 2.488.287 y 2.511.979, que son intuiciones directas de lo que ahora llaman Hyperloop, la propuesta de transporte de viajeros por tubería.

Goddard fue un gran técnico que no tuvo la suerte de encontrar políticos con visión de futuro que le respaldaran. Parte de la prensa le consideraba una especie de chiflado de película de Flash Gordon, a pesar de que en 1935 uno de sus diseños de combustible líquido ya alcanzaba los 1400 metros de altitud.

Otro de los fundadores de la astronáutica moderna es un francés, Robert Esnault-Pelterie, que vivió entre 1881 y 1957 y que de hecho fue de las primeras personas en usar el término «Astronáutica» en un libro de 1930. Como anécdota estaba casado con una española, Carmen Bernaldo de Quirós. Esnault había construido planeadores y aviones a motor casi desde la misma época de los hermanos Wright de los Estados Unidos, y a pesar de ser recordado como un gran pionero de la aviación, tampoco tuvo el eco que habrían merecido sus aportaciones teóricas y sus prototipos de motores-cohete.

De manera contemporánea a estos investigadores aislados hubo dos países donde la ciencia de los cohetes se trabajaba ya de manera más coordinada. Uno era la Alemania de la República de Weimar, y otro era la misma Rusia que había parido a Tsiolkovski, ahora transmutada en la Unión Soviética. El colectivo alemán de proyectistas se fundó en 1927 con el nombre de VfR (Verein für Raumschiffahrt, sociedad para los viajes espaciales) y a él pertenecían, por ejemplo, Hermann Oberth, Max Valier o Wernher von Braun. Las vanguardias técnicas se entremezclaban con las artísticas y, por ejemplo, Oberth fue asesor del prestigioso cineasta Fritz Lang para la película de 1928 «Frau im Mond» donde aparece una secuencia de lanzamiento de una nave espacial sorprendentemente realista.

Los rusos tenían también su sociedad de pioneros de los cohetes, con el nombre de GIRD, o Grupo de Investigación de la propulsión a reacción, con base en Moscú y donde ya empezaba a destacar un ingeniero llamado Sergei Pavlovich Korolev.

A mediados de la década de 1930 tanto los alemanes como los rusos habían conseguido hacer volar cohetes de combustible líquido a altitudes de unos pocos kilómetros. Pero el mundo estaba cambiando muy rápido y no precisamente para bien. En 1933 la democracia de Weimar fue finiquitada por un dictador llamado Hitler que cumplía la profecía hecha por Julio Verne con su Schultze. La URSS, que todavía muchos incautos consideraban un paraíso de libertades, evolucionaba hacia una concentración absoluta de poderes, como un nuevo zar, en la figura de Stalin. Los grupos de ingenieros fueron reconvertidos y puestos bajo control de las fuerzas armadas. Von Braun inicia su colaboración con el ejército nazi en 1933, y gran parte de la ex-VfR se mudó en 1937 a un polígono de pruebas a orillas del Báltico. El GIRD soviético, por su parte, pasó a ser el RNII, Instituto de Investigación de la propulsión a chorro.

La Historia tenía reservado un papel muy importante en los años posteriores para Von Braun y para Koroliev, pero a costa de que ninguno de los dos volviera a ser el mismo tras los horrores de batallas y persecuciones que sacudieron el mundo entre 1939 y 1945.

Juan Pedro Esteve García
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